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ABANICO / Entre el olvido y la memoria

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Por Ivette Estrada

Nadie teme al olvido: le da miedo la memoria. El recuerdo latente de lo que fue es lo que hiere. El remordimiento es lo que carcome y daña.

¿El olvido? Ese no es nada. Es lo que vaga en el polvo, lo que se mezcla entre los diminutos filamentos del diente de león, lo que traspasa la luz y lo que devora la cotidianeidad sin miramientos.

El olvido no duele. La permanencia si.

Nuestra memoria es flaca: tiene un número limitado de lo que puede y quiere guardar. De una manera eficiente y automática cifra todo: personas, imágenes, información y vivencias. Es caja sacra donde existe sólo lo que amamos, nos parece significativo, brillante y digno de estar. Pero lo anodino y frágil se va a donde mora el olvido. Al reino de lo que se volverá difuso, fragmentado y arribará a la nada.

No se llora por olvidar el rostro de nuestros muertos, porque el rostro no es un conjunto de rasgos. Es una personalidad, son momentos, vivencias y emociones. Son significados. A quienes amamos no los olvidamos. Eso no ocurre, aunque el tiempo transcurra y cambien nuestras condiciones de vida, fisonomía y pasiones. El tiempo nunca arrasa con el amor, con lo valioso y digno.

El olvido, en cambio, avasalla lo que no nos mueve ni estructura, lo que no aporta, lo que carece de significados para cada uno de nosotros. Por eso tendemos a olvidar muchas cosas. Se trata de una natural tendencia a no saturarnos de lo que no responderá a lo que somos e importa. De alguna manera, discernimos todo, es una especie de selección automática y subconsciente.

En contraparte, la memoria es un yunque pesado sin obsolescencia: está siempre, se aferra a nuestra sombra, nos persigue en los sueños, se cuela en los dinteles de la ventana y hace su aparición incluso en la risa. Se adhiere a nuestra piel, se posa en los párpados, merodea en nuestros días.

La memoria no cesa. Tiene la energía de una máquina perfecta, manivela del tiempo, la que dota de movimiento al animal y a la respiración del mundo. La memoria, una especie de conciencia que logra zaherirnos con una voz inacabada de reproche cuando erramos, cuando desdeñamos nuestros valores, cuando tomamos roles que no nos corresponden, cuando no permitimos que el amor nos guíe.

La memoria que nos dota de todo y tanto, vergel de lo que reservamos para que se llenen de sentido y significado nuestras aportaciones, sueños, ideas y lo que somos.

Por eso la memoria duele. Es recreación de lo que ya no existe, pero también donde amanece lo que importa, lo inmarcesible. Es la caja sacra del corazón. Todo lo que permanece y conforma quienes somos.

Ahora que vivimos una pandemia, un suceso en el que muchos, todos, hemos perdido seres queridos, amigos, oportunidades de acompañar y velar, empleos, oportunidades, interacciones y nuestra construcción elemental de felicidad, las revaloraciones de lo que importa se vuelven trascendentales. Sólo estará en la memoria lo que nos fortalezca, nutra y ayude a reinventarnos como mejores seres. Lo demás será estéril olvido.

Y mientras la memoria nos edifica como seres nuevos, el olvido es la no geografía a la que no regresaremos.

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